Os voy a contar la historia apócrifa de Caperucita roja. Muchas veces la historia no oficial es la verdadera.
Érase una vez una tierna niña… (En realidad había transcurrido algún tiempo desde lo del cuento y, bien mirado, la niña ya no era tan niña).
Empiezo de nuevo.
Érase una vez una mozuela, apretada y un poquito ligera de cascos.
Érase una vez un lobo venido a menos porque padecía ciertas frustrantes disfunciones sexuales.
Érase también una vez una abuela que regentaba un club de carretera de renombre.
Y érase otra vez unos cazadores bastante gañanes y salidos, clientes habituales del mentado club.
Érase una vez un bosque atravesado por dos caminos… dos carreteras: la autopista de peaje y la carretera comarcal llena de baches, curvas y camioneros exhibicionistas.
La niña mozuela se llamaba Segismunda Belausteguigoitia Ncono, y era oriunda de Membrilla, provincia de Ciudad Real, aunque de padre vasco y madre angoleña, que habían acabado recalando en la Mancha para trabajar en una fábrica de quesos. Era conocida como Caperucita roja porque solía tocarse con una gorrito blanco y siempre dejaba asomar por encima de su pantalón, de cintura baja, un tanga de color rojo.
¡Mierda! Se me acabaron las doscientas palabras y no voy a poder acabar de contaros el cuento. Bueno, ¡Le echáis imaginación!
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Con ese comienzo, ¡pardiez!, se abre un multiverso exponencial de posibilidades a cual más jugosa.
Eso es trampa 😬
Aunque bien pensado, las posibilidades son infinitas.
Abrazo
Sí. La imaginación al poder. Abrazo de vuelta.