De Esta noche te cuento. Ago 125
El fuerte levante, que había soplado pertinaz durante todo el día, se
transformaba lentamente, con la caída gradual de la tarde, en una ligera brisa,
serenando el furor de las olas hasta dejar la playa en calma.
No hacía más
de diez minutos que el sol comenzara a ocultarse tras las cumbres de las
elevadas montañas cercanas, alineadas a espaldas de la costa, y sólo quedaban
ya unos pocos reflejos anaranjados en el agua huyendo de la orilla a medida que
eran perseguidos por las alargadas sombras de las moles rocosas.
El azul
brillante y nítido del cielo iba perdiendo intensidad paulatinamente y se
oscurecía, más cuanto más al este, acercándose sin prisa al instante mágico en
que se funde en el horizonte con el color del mar, sin quedar claro dónde acaba
uno y donde empieza el otro, cuando los espíritus desprenden una aureola de
misteriosa ingravidez y el ánimo queda sobrecogido por el milagro diario del
atardecer en el Mediterráneo.
Yo, sentado en la arena, intentaba emocionarme
con el espectáculo; sin embargo, las decenas de púas que, al pisarle, el
puñetero erizo había dejado clavadas en mi talón, inflamado y dolorido, me
impedían disfrutarlo como la ocasión merecía.